I (de In/determinante)

Estoy aburrido de leer y escuchar a quienes repiten que nuestros genitales no determinan lo que somos. Quien puede creer que nuestros genitales no determinan lo que somos? Somos asignad*s a un sexo u otro al nacer -y muchas veces antes de nacer-, sometid*s a procesos intensivos de generizacion apenas nacemos -e incluso mucho antes de nuestro nacimiento. Colores, nombres, pronombres y para quienes nacimos con un cuerpo intersex, cirugias y otros «tratamientos». Es tan fuerte el imperio genital que quienes nos identificamos en un sexo distinto al que se nos dio al nacer (en funcion de nuestros genitales!) debemos enfrentar al mundo entero y mas alla. Por supuesto, siempre se dira que una vez que crecemos los genitales dejan de determinar quienes somos. En serio? Quien puede creer que la experiencia de tener cicatrices en los genitales es similar a la de no tenerlas? Quien puede creer que da igual ser puto con genitales cis que con genitales trans o con genitales intersex?
Me parece que no hay uno, sino varios problemas. Por un lado, habria que repensar que quiere decir «determinar», y cual es el objeto de esa determinacion: «lo que somos» excede absolutamente la M o la F, e incluso dentro de cada una de esas letras caben universos de diferencia encarnada. Por otro lado, habria que repensar que quiere decir «nuestros genitales», e incluso por separado. Por empezar, «nuestros»? Si hay una parte de nuestro cuerpo colonizada al infinito es esa: nuestros «genitales», los cuales tambien es necesario repensar. Que son los «genitales»? Un cumulo X de materia organica de forma mas o menos definida que se engloba dentro del conjunto genital, y ya? O tambien las experiencias del corte y la sutura, las del amor y el desamor, el dolor, los orgasmos, las exploraciones en el hospital y en la carcel, todo eso que nos pasa en y con y a traves de los genitales, no es tambien parte de los genitales? Y como es que nada de eso vendria a determinar lo que somos? Y que es «lo que somos»? Categorias identitarias? Diagnosticas? Registrales? Y que hay de todo eso que tambien somos, los afectos que somos, todo aquello a lo que le ponemos o le sacamos el cuerpo, voluntaria o involuntariamente, y que tambien es lo que somos y lo que no somos?
Creo que es precisamente al reves, que los genitales determinan hasta tal punto lo que somos que es urge detener todas esas formas de violencia que procuran determinar lo que somos a traves de nuestros genitales. Y creo tambien que a la hora de poner puntos finales el activismo del slogan tambien tiene por fin que terminarse.

I (de Incertidumbre)

A veces (muchas veces, casi todas, sino todas las veces) el activismo se parece a la operación de reemplazar una certidumbre por otra. Por ejemplo, una certidumbre (las intervenciones destinadas a normalizar los genitales intersex en la primera infancia son buenas) por otra (las intervenciones destinadas a normalizar los genitales intersex en la primera infancia son malas). Más aún: el activismo no solo se parece a esa operación, sino que consiste en esa operación de reemplazo. De eso se trata.

Una certidumbre por otra. La bondad de la segunda se apoya exclusivamente en la maldad comprobada de la primera.

Iain Morland ha trabajado extensivamente en este problema (www.iainmorland.net). Yo sólo quiero decir lo que sigue.

Si tuviéramos éxito, si consiguiéramos efectuar exitosamente esa operación de reemplazo entre la maldad de una certidumbre por la bondad de otra, aún tendríamos un problema que resolver. Al menos uno. Deberíamos ser capaces de introducir algo más. Capaces de afirmar no sólo que las intervenciones son mala, sino que la vida sin intervenciones es buena. Es decir, ir más allá de los postulados liberales que han sostenido hasta hoy buena parte de la producción política sobre intersexualidad -a menos que creamos que una vida buena consiste, esencialmente, en preservar la capacidad para ejercer una decisión autónoma sobre el propio cuerpo. Deberíamos ser capaces de asegurar que estaremos ahí para garantizar que formaremos parte activa de la materialización de esa autonomía (y no sólo para postularla como un derecho de otr*s con los que no nos une más compromiso que el de postular su derecho en abstracto). Capaces de demostrar (si es que una demostración tal es posible) que la bondad de la vida sin intervenciones se sostiene positivamente, sin depender de manera necesaria de la maldad de la vida intervenida.

¿Quién puede?

El problema no deja de ser una cuestión temporal.

Las intervenciones «normalizadoras» tienen la virtud de permanecer en el tiempo: están ahí, en cada momento de nuestras vidas, dando testimonio del compromiso asumido por quienes las realizaron. Mis cicatrices no me dejan solo. Aunque quienes me las cosieron en el cuerpo ya no estén a mi alrededor, están conmigo -y mi cuerpo se parece a ese compromiso que asumieron.

Si triunfamos, tod*s aquell*s a quienes salvamos de las intervenciones vendrán a preguntarnos dónde estamos. Por qué intervenimos -y su cuerpo se parecerá, indefectiblemente, a ese compromiso que asumimos. Y si el mundo se parece en ese entonces a lo que es hoy en día, probablemente también nos pregunten por qué l*s dejamos sol*s en medio de este mundo.

¿Estaremos ahí?

Cuando se trata de diversidad corporal con las certidumbres que tenemos no alcanza. También es necesario aprender lidiar con el vértigo de la incertidumbre. Y, más aún, trabajar para que ese otro futuro no sea sólo una consigna, sino también algo cierto.

I (de Inclusión)

Está sentado al fondo de la sala, al lado de un hombre al que conozco. En cada ronda de preguntas pide la palabra. La pide una, dos, tres veces. Y cada una de esas veces su pregunta comienza por el mismo lugar. Una afirmación. El es gay. Lo que es decir: él está interesado en la intersexualidad, pero no es uno de los nuestros. Lo repite una vez. Lo repite otra vez. El es gay. Lo que es decir: el no es intersex. Pero quiere incluirnos. Sólo le resta saber por qué.

No cómo. Sino por qué.

Pregunta tres veces -necesita saber. Por qué. El entiende, a grandes rasgos, de qué se trata, pero… hay tanto en el mundo. ¿Por qué? ¿Cuál sería la razón, esa razón que podría convencerlo a él, justamente a él, de incluir la I en la fórmula LGTB? A él, que es gay, que sabe que hay tanto en el mundo que podría ser incluido y que no termina de entender cuál sería la razón, la razón única y efectiva, por la cuál él, que es gay, debería promover la inclusión de las cuestiones intersex en el marco más amplio de la agenda LGTB.

[Mi compañero del panel le espeta: aquí no estamos vendiendo nada, pero no importa. El necesita comprar].

Con suavidad, con firmeza, con desagrado, con paciencia, con exasperación, con resignación, con esperanza, de decimos que no. Que no ha entendido. Que no estamos pidiendo inclusión alguna. Todo lo contrario: estamos intentando desmantelar la lógica de la inclusión. No queremos ser otra letra en una fórmula, ni otro punto en una agenda.

No somos una minoría más.

No podemos tener aliad*s cuyo primer interés es sacarse la intersexualidad del cuerpo y arrojarla bien lejos.

Y no se trata solamente de que muchos hombres sean gays e intersex, sino también del modo en el que la cultura gay dominante  produce, instala y promueve modelos corporales que se parecen, extraordinariamente, a los mismos que produce, instala y promueve la medicina occidental.

Mis amig*s y yo le recomendamos que incluya la I en su propia afirmación. Después de todo, gay es una de las encarnaciones posibles de la intersexualidad. Sin por qué.

I (de invisible)

El cirujano es un hombre joven, de traje claro y lentes de montura delgada. Esta de pie sobre un estrado, frente a un público de activistas, funcionari*s y académic*s. Habla en voz baja –por momentos cuesta escucharlo a pesar de que sostiene un micrófono. Es amable, sonríe. Se esfuerza por explicar. Ha respondido algunas preguntas sobre cirugías detransexualización y entonces, de pronto, recuerda. Hace falta dar una respuesta más.

“Los intersexos”, dice, y se adelanta dos pasos. Explica. “Son criaturas nacidas con genitalidad ambigua”. Sigue sosteniendo el micrófono con una mano mientras levanta el brazo opuesto y cierra el puño. ¿Qué hace? Muestra, ejemplifica. Sostiene por los pies, cabeza abajo, a una criatura invisible.

Con el brazo así levantado continua. “Cuando nace un intersexo”, dice, “el médico mira y no sabe lo que ve”. “¡¿Qué es esto?!”, dice, y la cara que muestra a la audiencia es de franco desconcierto. Parpadea y sonríe, haciéndose el confundido, mientras mira sin ver los invisibles “genitales ambiguos” del “intersexo” que cuelga de su puño.

***

Un día serán juzgados por crímenes de lesa humanidad, le digo, y él me desea que mientras tanto sea feliz y yo le digo que soy un fister y que, mientras tanto, tenga cuidado.

Entonces.

Puedo ver caras espantadas. Puedo ver el espanto.

La mujer insiste.

Ella está de acuerdo. Está de acuerdo con lo que he venido diciendo. Está de acuerdo con todo, con casi todo, pero no está de acuerdo, justamente, con eso que digo. Me explica: ella necesita creer. La mujer en cuestión necesita creer que se puede, que ella puede hacerlo, que tod*s junt*s y entre tod*s, entonces, podemos. O podremos.

Le he dicho, a ella y l*s demás, que estoy cansado de las agendas políticas que sólo hablan de la integridad corporal de niñ*s no nacid*s -y, justamente por eso, (aún) no intervenid*s. ¿Para cuándo el registro político de la mutilación genital como un hecho y no como una amenaza? ¿O es que acaso sólo podemos proyectarla hacia el futuro, dejando en la sombras a quienes ya fuimos mutilad*s?

La mujer me dice que la mutilación genital la deja sin fuerzas. Ella necesita creer que otro mundo es posible -y es por eso que prefiere concentrarse en evitar que vuelva a ocurrir que enfrentarse con su ocurrencia cotidiana.

¿Evitar qué?
¿Un mundo otro respecto de qué?

Hay quienes me dicen que registrar el espanto no es para cualquiera. Me dicen, por ejemplo, que es mejor que la gente crea, y que no hay nada peor para esa práctica de la creencia política que enfrentarse con lo irreversible. A mí me parece que es exactamente al revés. Solo cuando nuestr*s aliad*s puedan mirar de frente lo irreversible es que contaremos con ell*s para algo distinto que expresiones de buena voluntad sobre los tiempos y los cuerpos por venir. Solo cuando logren aceptar que ya no hay modo de salvarnos el cuerpo -ni de salvarnos- es que a lo mejor, entonces, logramos algo.

I (de Información)

Cada vez, todas las veces, una historia que es la misma. Ni siquiera es una historia; es, más bien, un presente continuo. Un tiempo que se repite, sin modificaciones significativas, más allá de cualquier interrupción del orden de la fecha, del lugar, del idioma o la subjetividad. Ahí está. Es el eterno retorno de la I como información.

No hay información. Hace falta información. La información es la clave. Necesitamos información. Por favor, información.
Hay información, pero es inaccesible. La información no circula. La información no se entiende. Hace falta más información. Otra información.

Todo el mundo sabe algo sobre intersexualidad. Algo en particular: sabe que no sabe nada (Forcemos la sintaxis: sabe que sabe nada). Y sabe algo más: sabe que esa nada que sabe/no sabe precisa información.

Estoy de acuerdo: no hay información. Y es que es así. No hay información. Esa es mi hipótesis de trabajo. No importa cuánta información se introduzca en una charla, cuánta se despliegue en un gráfico, se compile en un libro, se imprima en un folleto o en un volante; no importa cuánta información se encuentre en la red, cuánta se elabore colectivamente en un taller, cuánta produzcan y distribuyan los medios de comunicación, cuánta circule de oídas en la familia, en el barrio, en el club o en el aula. No hay información -y la información no es la clave.

Para ser más claro: estoy convencido de que podríamos inundar el mundo de información sobre intersexualidad, y aún así encontraríamos a mucha gente, demasiada gente, repitiendo como un mantra «no hay información, la información es la clave, necesitamos información».

El activismo intersex demanda una compleja operación de reconocimiento. Demanda reconocer el carácter histórico, contingente, medicalizado y, sobre todo, esencialmente normativo de la diferencia sexual. Demanda reconocer, también, la violencia ejercida en nombre de la diferencia sexual como nombre, y los efectos constitutivos de esa violencia, sus consecuencias irreversibles, su permanencia. Demanda reconocer, qué duda cabe, tanto la complicidad como la impotencia (después de todo, esta matriz infernal nos incorpora a tod*s y, hasta ahora, ningun* ha encontrado ni un modo eficaz de detenerla ni una manera efectiva de reparar el daño).

Imposible demandar otra cosa. Imposible satisfacer esa demanda. Su insistencia no tiene espacio en la lógica de la información: no hay contenido informativo que la soporte. Aquí no hay, ni puede haber, saber de alguien más. Informado o desinformado, todo en la intersexualidad es, desde el principio y hasta el final, autoimplicación.

escribir

Escribir sobre intersexualidad se ha vuelto imposible. Apenas comienzo, termino. Necesito escribir. No escribo. No puedo escribir.

Algunas veces -como ahora mismo- me resbalo en una cuestión irresoluble: debo escribir sobre la intersexualidad, pero la intersexualidad es la escritura. Cualquier cosa que escriba sobre intersexualidad será escrita y no escrita en la intersexualidad. ¿Qué puedo decir? Y ¿Cómo puedo decirlo? No encuentro el modo de hacerle espacio, en el correr de una página, a la violencia de la disyunción, a la violencia que la constituye y a aquella otra violencia, la que produce. Debería escribir en rojo: la escritura, generizada, rojo sangre.

Cuando comencé a escribir tenía una idea clara acerca de lo que quería decir. Mejor aún: tenía una idea clara del lugar hacia donde mirar. Quería partir de ese límite que la mayoría de la gente asume como comienzo, como principio, como origen: en el principio la disyunción, la diferencia sexual, los humanos que llegan al mundo, invariablemente, encarnando un sexo o el otro, inscriptos en el orden de la lengua y de la ley en uno u otro sexo. Inscriptos en el orden del archivo, archivados en ese registro -civil- que se toma a sí mismo por la cuenta entera de lo existente. Yo quería, entonces, ante ese archivo, no sólo explorar las reglas que gobiernan su funcionamiento, sino aquello archivado como su condición de posibilidad -aquello que ya no corre entre nosotros, ya archivado: forma insidiosa de un olvido que no olvida. Era sencillo, en principio, atender a los modos en los que, de manera continua, ese límite se produce como naturaleza, como real, como realidad encarnada de la disyunción; pero no hay modo de que esa producción tenga lugar, y que se archive como condición de posibilidad de cualquier registro, sino es como parte de aquello que a cada paso lo niega, lo cita expulsándolo, como una ausencia que grita a lo loco: la escritura no excluye a la intersexualidad, no la expulsa al silencio, cuando no a la inexistencia, la convoca como posibilidad suprimida, como modo abismal de lo posible, como modo escritural de lo imposible.

No puedo engañarme. El problema -parte del problema- es cómo dar cuenta, sin enloquecer, de ese archivo. Es el archivo que registra todos los días, en cada nacimiento, el anudamiento jurídico-normativo de nuestra locura colectiva.

invitación

 

 

tumba en rojo
tumba en rojo

El próximo sábado 16 de mayo, a las 16h, tendrá lugar en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona la Jornada titulada Movimiento Intersex: contextos y horizontes, organizada por la Xarxa d’Acció Trans i Intersex de Barcelona (Red de Acción Trans e Intersex de Barcelona).
 
Las personas intersex son todas aquellas personas que en el momento de nacer tienen un cuerpo difícilmente clasificable entre las cassilas de “niño” o “niña”.

 

Eso es lo que dice la invitación que recibo. Estoy invitado a hablar en esta jornada y, por varias razones que odio, estoy invitado a hablar desde el lugar de esas personas que nacen no solo teniendo-un-cuerpo, sino además un cuerpo de difícil clasificación entre las casillas correspondiente.

¿Cómo se desmontan todos y cada uno de esos supuestos? Dirán que es es una cuestión discursiva, pero es tan material -y tan pesada- como cualquier otra lápida.

¿Cómo se le pone el cuerpo a esa economía de la dificultad? ¿Cómo se le sustrae? ¿Será necesario un ábaco ontológico?

¿Y por casa?

imagen-0031. La casa en la que uno vive, la casa de la que uno se va echado o sin que lo echen. La casa donde lo esperan. La casa esa a la que uno llega, y no hay nadie. La casa que uno es, cuando se habita a uno mismo como a una casa. La casa ha ocupado y ocupa un lugar central en el modo en el que las personas trans nos comprendemos y somos comprendidas por el resto de las personas. Funciona así: alguien –yo, pongamos el caso- vive en un cuerpo que “no le corresponde”, como quien se encuentra a disgusto en una casa en la que no es la suya. Entonces se construye otra y, en el devenir de esa construcción, la casa se vuelve carne. La casa deviene uno. Uno mismo.

2. Austria acaba de cambiar su legislación sobre reconocimiento a la identidad de género. Desde ahora ya no será necesario tener que cumplir con la cirugía como requisito para ese reconocimiento –sumándose así a países como Estonia, Hungría, España, Inglaterra y Suecia. ¿Y por casa? Los proyectos legislativos en discusión también basan su comprensión de las cuestiones trans en la inmediatez de la retórica inmobiliaria: está el cuerpo –la casa- y la pobre persona trans que vive (sobrevive) atrapada adentro de esa casa –o cárcel, o prisión, o destino fundamentalmente errado. A diferencia de la manera en la que las ¿pobres? personas trans articulamos esa retórica, esos proyectos legislativos no dicen nada acerca del modo en el que podemos lograr que esa casa se parezca a nosotros –es decir, no dicen ni una palabra acerca del acceso a las tecnologías médicas que hacen posible (re)encarnar una casa. Más bien, de lo que se trata es de que la persona atrapada sea reconocida por todos los demás –por todos los que, pongamos el caso, hasta el día antes del reconocimiento legal pasan por esa prisión domiciliaria y saludan, horror de horrores, a la persona equivocada.

3. Se dirá, y con razón, que esta crítica le hace poca justicia a las necesidades de aquellos que, podría decirse, ya se convirtieron en su propia casa. Para ellos y ellas están pensados esos proyectos –lo cual es decir, nada nuevo en la Argentina, que la ley se ocupa más de los derechos de los dueños que de los derechos de los inquilinos. Lo que a nivel legislativo nadie se pregunta, jamás, es cómo podría cumplirse, para tantos, el sueño de la casa propia. Y es que ya lo mostraba esa publicidad argentina tan celebrada: para recibir un crédito es irrelevante si uno es trans o no, lo importante es que tenga para pagarlo. Los bancos hacen la historia.

4. Pero ¿hay alguien, trans o no trans, que pueda decir, alguna vez, acabadamente, estoy en casa? La retórica trans del bien inmueble tiene un revés inevitable –salirse de la diferencia sexual siquiera por un rato es como salir para siempre de casa. Perder el camino de vuelta, o encontrarlo sólo para descubrir, tarde o temprano, no hubo ni habrá casa a dónde volver. Mentar la casa implica, advertida o inadvertidamente, asumir la intemperie, encarnar el desamparo.

5. Mi casa está rodeada de edificios en construcción y de bares nocturnos ya construidos. Cada vez que salgo a la calle alguien me grita puto. Al final… tanta energía puesta en la construcción biotecnológica de la masculinidad, cuando lo único que hace falta es una casa mal emplazada.